ROMANTICISMO  Y  REALISMO

EN LA LITERATURA URUGUAYA

 

EL ROMANTICISMO

La literatura neoclásica comienza a ceder con la independencia, a las corrientes románticas.  El romanticismo, en el Río de la Plata, es filosófico, político y literario.

El romanticismo literario tiene casi todas las características típicas que han sido estudiadas en el europeo: una mayor liberación de la poesía y el teatro por el desconocimiento de las reglas clásicas de las unidades de lugar, acción y tiempo, una intrusión del sentimiento y aún de la pasión, del tema del amor, de la melancolía, de la imaginación;  un despertar de lo subjetivo, de la individualidad, que se manifiesta en la obra de arte.  Pero el romanticismo en el Uruguay nace fuertemente unido a la idea de libertad individual, de lucha contra el despotismo y de independencia nacional, como que viene poco después de las guerras emancipadoras y se afirme en el Montevideo sitiado de la Guerra Grande.

La primera oleada romántica (1838-1860) está centrada alrededor de Andrés Lamas y de los desterrados argentinos anti-rosistas que enfrentan literariamente a los neoclásicos y políticamente a Oribe.  El periódico “El Iniciador” sobre el que Rodó escribirá un interesante artículo, es el abanderado del romanticismo.  La polémica literaria de 1846 entre Alcalá Galiano y Echevarría, en la que este defiende la emancipación respecto de España, no sólo literaria, sino aún en el idioma, tesis que también propugna Lamas, marca uno de los puntos altos de todas estas controversias.  Bernardo Berro, Adolfo Berro, Juan Carlos Gómez, Heraclio Fajardo, Marcos Sastre, Pedro Pablo Bermúdez – este en el teatro -, son los nombres importantes del primer período romántico.

La segunda etapa del romanticismo es la que va de 1860 a 1885.  Los problemas de la independencia se apagan, y a ellos sucede, a pesar de la transitoria política de fusión intentada después de la Guerra Grande, la lucha, a veces armada, de dos parcialidades políticas, que hace hervir las pasiones.

No obstante, el romanticismo empieza a recibir el ataque de una nueva escuela literaria que lo combate en Europa: el realismo.  Balzac, Flaubert y el naturalista Zola, comienzan a  ser leídos y eso trae una nueva manera de enfocar el arte de escribir, y por lo tanto, polémica y enfrentamiento.  Pero aún dentro del romanticismo se produce una escisión a causa del avance del positivismo filosófico.  Es un período de excelentes oradores, de grandes ensayistas, de buenos articulistas de periódicos, de historiadores: es la época de Isidoro de María, Justo Maeso, José Pedro Varela, Juan Carlos Blanco, Gonzalo Ramírez, Francisco Bauzá y de muchos otros prosistas brillantes, pero la verdad es que hay ausencia de buenos poetas y novelistas;  estos género parecen reservados para las etapas literarias que van a sucederse luego.

El tercer grupo romántico surge hacia 1885 y llega, ya moribundo, hasta 1900, aunque sobreviven algunos de sus buenos representantes más allá de esa época.  El enfrentamiento con el realismo se hace entonces más intenso.  En ese momento, el positivismo filosófico, el aliado natural del realismo y del naturalismo, se empieza a imponer en la Universidad, a partir del rectorado de Alfredo Vásquez Acevedo.

El romanticismo del tercer grupo, en contraposición con el de los dos primeros períodos, da algunos poetas que merecen ser citados, tales como Aurelio Berro, Joaquín de Salterain y Carlos Roxlo.

pero el más grande de los poetas románticos, no sólo del Uruguay sino de Hispanoamérica, es Juan Zorrilla de San Martín (1855-1931).  Hombre de honda convicción cristiana, estudia en Chile y allí se le cuenta un hecho acaecido en una tribu de boroas, del grupo araucano, relato que le sirve de base a la trama ulterior de su “Tabaré”.  Los boroas son indígenas de ojos claros.  El hecho es el siguiente: la esposa de un gobernador había sido raptada por uno de esos indios, pero otro, que estaba prisionero, se ofreció a rescatar a la cautiva.  Se le dio la libertad sin mayor esperanza de que el  boroa cumpliera lo pactado, pero este hizo honor a su palabra y volvió con la mujer del gobernador.  Algo de eso se aprecia, aunque las motivaciones son distintas, en el rapto de Blanca por Yamandú y el rescate que de esta hace Tabaré.  El protagonista es, sin embargo, un mestizo, es el hombre que representa a un pueblo que nace y produce luego nuestro tipo humano rioplatense.  Tiene caracteres charrúas: su fortaleza física, su ingenuidad ante el mundo sorprendente que le rodea;  es, además, taciturno y melancólico.  Pero ostenta otros elementos que no lo son: su amor idealizado, a la manera de Bécquer, su actitud ante Blanca…  Incluso quizá pueda decirse que su idealización filial llevada a tan alto límite no es tampoco charrúa.  Eso lo hace ajeno a los dos pueblos, que no lo reconocen por suyo.  Y de ahí su soledad.

La naturaleza está bellamente expresada, también cantada la selva, llena de peligros, cuya flora y fauna nombra frecuentemente, y dada también en un sentido animista, que el hombre primitivo tuvo sin lugar a dudas.

Los charrúas den el fondo de la acción y están pintados con verdad, tal como nos los describen los cronistas que los conocieron: “héroes sin redención y sin historia, sin tumbas y sin lágrimas…”

Poema narrativo, pero con profusión de elementos elegíacos, romántico en casi todo su desarrollo, aunque con algunos toques realistas en la pintura de las escenas y descripciones típicamente charrúas, escrito en cuartetos de endecasílabos y heptasílabos alternados, es, en fin, un bellísimo poema y la primera manifestación en el Uruguay, de la existencia de un poeta de extraordinario mérito.

Sería injusto no recordar otra variante del romanticismo: la de su tendencia gauchesca.  Antonio Lussich, Alcides De María y Elías Regules.  Pero el más grande de nuestro poetas gauchescos nace en Galicia y llega a nuestro país a los trece años: José Alonso y Trelles, que escribe con el seudónimo de “El Viejo Pancho” y autor del libro de versos “Paja brava”.  Alonso y Trelles, romántico por la emoción que pone en los temas que toca o en los sentimientos que da a sus gauchos, es también un realista en la pintura de las cosas nuestras, camperas, y su pintura está hecha con verdad y llaneza.

EL  REALISMO

El romanticismo, al idealizar la vida, había, a menudo, ocultado sus aspectos groseros y repugnantes, escondiendo temas y problemas, cuidando la manifestación de lo que hiriera ciertas formas de sensibilidad, y por lo tanto, en cierta medida, falseando la concepción de la vida.

El realismo prescinde – como dice F. Müller – de los protagonistas ideales, para descubrir el verdadero ser humano.  Cambia, pues, los temas, los problemas, el modo de borrarlos.  Busca la pintura de aspectos negativos de la vida, hace que los antihéroes también puedan expresarse, reduce la trama complicada de las novelas para amoldarla al curso más corriente y llano de los acontecimientos;  busca imitar la realidad, con un sentido más objetivo, corrige lo que era convencional y hasta arbitrario, pinta cosas veladas hasta entonces, como ser todo lo repugnante y feo, y revela que aún eso podía ser “literariamente” bello.  En verdad ya había existido una fuerte dosis de realismo en la literatura española: en el Cantar de Mio Cid, en el Arcipreste de Hita, en “La Celestina”, en la novela picaresca, en Cervantes.  Pero el realismo francés (Balzac, Flaubert) llega al Río de la Plata y sus manifestaciones estéticas se imponen.

Eduardo Acevedo Díaz (1851 – 1921) instaura dentro del realismo, la novela histórica en nuestro medio.  Es, en realidad, nuestro primer novelista.  Su producción narrativa (“Brenda”, “Ismael”, “Nativa”, “Grito de gloria”, “Lanza y sable”, “Soledad”, dan una serie de nuestra realidad histórica y de nuestro paisaje humano y geográfico.  Novelista de fuerza y garra, maneja la acción, pero sabe también describir de manera aguda y precisa.

Además tiene un cuento notable por su precisión, visualidad, sentido épico, caracteres dramáticos de sus personajes, fuerza y riqueza de sus escenas: “El combate de la tapera”.

Javier de Viana (1868 – 1926) es, cronológicamente, el primer cuentista de nuestro campo, de nuestros gauchos y paisanos.  Es, más aún que un realista, un naturalista, y en muchos momentos, en la forma descarnada de llegar al fondo de las cosas, y de experimentar reacciones humanas y sociales, vemos las huellas de Zola.

Florencio Sánchez (1875 – 1910) el mejor dramaturgo que ha dado Hispanoamérica, fundador del teatro en el Río de la Plata, bohemio en sus maneras, tiene, como señala Sarah Bollo, una primera etapa de piezas dramáticas costumbristas, en las que domina la pintura directa del ambiente rioplatense, ya de la ciudad, ya del campo.  Es, pues, regional, no sólo en la pintura de sus personajes, sino en la elección de los temas donde interesado por la realidad sociológica de nuestro medio hallará riquezas insospechadas.  “M’ hijo el dotor”, “Gente honesta”, “La gringa”, “Barranca abajo”, “En familia”, “Los muertos”, “Moneda falsa”;  son obras que pueden ser incluidas en este grupo.  Una segunda manera viene, sin embargo a servir de afirmación de sus ideas e inquietudes, en la que, a modo de tesis, trata de acentuar una concepción básica, pero no hay, sin embargo, ruptura con los temas y enfoques sociales y humanos de la etapa anterior.  Se trata aquí de dar una tesis, y “Nuestros hijos” y “Los derechos de la salud”, son obras dignas de mención este caso.

Es también un realista y mismo un sociólogo, quizá sin saberlo.  Sin embargo – como observa Tabaré Freire – no parece haber sido un creador espontáneo, sino que realiza un largo proceso de composición.  Tiene un fondo humanitario que lo coloca del lado de los desamparados de la vida, que le hace pintar, a veces, los bajos fondos, con simpatía para los humildes.

Desde el punto de vista de la estructura, casi siempre sus piezas teatrales están divididas en tres actos.  Sus planteos son de gran precisión y destaque.  Hacia el final, hacia el desenlace, queda patente una ética, una serie de normas que sin ser aconsejadas de modo expreso, y sin que exista una “exposición doctrinaria” se imponen en cierta medida al espectador.

Las unidades clásicas no son tenidas en cuenta por Florencio Sánchez, con excepción de la acción.

(Información extraída de un trabajo de  “Literatura Hispanoamericana y Uruguaya”  de  Hyalmar Blixen)