Romance de una fatal ocasión

 

                    

   

Por aquellos prados verdes,   

qué galana va la niña;
con su andar siega la yerba,    

con los zapatos la trilla,
con el vuelo de la falda

a ambos lados la tendía.
El rocío de los campos    

la daba por la rodilla;
arregazó su brial,    

descubrió blanca camisa;
maldiciendo del rocío    

y su gran descortesía,
miraba a un lado y a otro    

por ver si a1guien la veía.
Bien la vía el caballero

que tanto la pretendía;
mucho andaba el de a caballo,  

mucho más que anda la niña:
allá se la fue a alcanzar

al pie de una verde oliva,
¡amargo que lleva el fruto,

amargo para la linda!
—¿Adónde por estos prados

camina sola mi vida?
—No me puedo detener,

que voy a la santa ermita.
—Tiempo es de hablarte, la blanca,  

escúchesme aquí, la linda.
Abrazóla por sentarla

al pie de la verde oliva;
dieron vuelta sobre vuelta, 

derribarla no podía.
Entre las vueltas que daban

la niña el puñal le quita,
metiéraselo en el pecho, 

a la espalda le salía.
Entre el hervor de la sangre

el caballero decía:
—Perdime por tu hermosura;

perdóname, blanca niña.
No te alabes en tu tierra 

ni te alabes en la mía
que mataste un caballero

con las armas que traía.
—No alabarme, caballero,

decirlo, bien me sería;
donde no encontrase gentes

a las aves lo diría.
Mas con mis ojos morenos,

¡Dios, cuánto te lloraría!
Puso el muerto en el caballo,

camina la sierra arriba;
encontró al santo ermitaño

a la puerta de la ermita:
—Entiérrame este cadáver  

por Dios y Santa María.
—Si lo trajeras con  honra

tú enterrarlo aquí podrías.
—Yo con honra sí lo traigo,

con honra y sin alegría.
Con el su puñal dorado   

la sepultura le hacía;
con las sus manos tan blancas  

de tierra el cuerpo cubría,
con lágrimas de sus ojos 

le echaba el agua bendita.