HAMLET

            

PERSONAJES               

                                 

CLAUDIO, Rey de Dinamarca.

GERTRUDIS, Reina de Dinamarca.

HAMLET, Príncipe de Dinamarca.

FORTIMBRÁS, Príncipe de Noruega.

LA SOMBRA DEL REY HAMLET.

POLONIO, Sumiller de Corps.

OFELIA, hija de Polonio.

LAERTES, hijo.

HORACIO, amigo de Hamlet.

VOLTIMAN, cortesano.

CORNELIO, cortesano.

RICARDO, cortesano.

GUILLERMO, cortesano.

ENRIQUE, cortesano.

MARCELO, soldado.

BERNARDO, soldado.

FRANCISCO, soldado.

REYNALDO, criado de Polonio.

DOS EMBAJADORES de Inglaterra.

UN CURA.

UN CABALLERO.

UN CAPITÁN.

UN GUARDIA.

UN CRIADO.

DOS MARINEROS.

DOS SEPULTUREROS.

CUATRO CÓMICOS.

 

Acompañamiento de Grandes, Caballeros, Damas, Soldados, Curas, Cómicos, Criados, etc.


 

La escena se representa en el Palacio y Ciudad de Elsingor, en sus cercanías y en las fronteras de Dinamarca.

 

 

ArribaAbajo

Acto I

Escena I

Explanada delante del Palacio Real de Elsingor. Noche oscura.
 

FRANCISCO, BERNARDO
 

     BERNARDO.- ¿Quién está ahí?

     FRANCISCO.- No, respóndame él a mí. Deténgase y diga quién es.

     BERNARDO.- Viva el Rey.

     FRANCISCO.- ¿Es Bernardo?

     BERNARDO.- El mismo.

     FRANCISCO.- Tú eres el más puntual en venir a la hora.

     BERNARDO.- Las doce han dado ya; bien puedes ir a recogerte

     FRANCISCO.- Te doy mil gracias por la mudanza. Hace un frío que penetra y yo estoy delicado del pecho.

     BERNARDO.- ¿Has hecho tu guardia tranquilamente?

     FRANCISCO.- Ni un ratón se ha movido (3).

     BERNARDO.- Muy bien. Buenas noches. Si encuentras a Horacio y Marcelo, mis compañeros de guardia, diles que vengan presto.

     FRANCISCO.- Me parece que los oigo. Alto ahí. ¡Eh! ¿Quién va?
 

Escena II

HORACIO, MARCELO y dichos.
 

     HORACIO.- Amigos de este país.

     MARCELO.- Y fieles vasallos del Rey de Dinamarca.

     FRANCISCO.- Buenas noches.

     MARCELO.- ¡Oh! ¡Honrado soldado! Pásalo bien. ¿Quién te relevó de la centinela?

     FRANCISCO.- Bernardo, que queda en mi lugar. Buenas noches (4).

     MARCELO.- ¡Hola! ¡Bernardo!

     BERNARDO.- ¿Quién está ahí? ¿Es Horacio?

     HORACIO.- Un pedazo de él.

     BERNARDO.- Bienvenido, Horacio; Marcelo, bienvenido.

     MARCELO.- ¿Y qué? ¿Se ha vuelto a aparecer aquella cosa esta noche?

     BERNARDO.- Yo nada he visto

     MARCELO.- Horacio dice que es aprehensión nuestra, y nada quiere creer de cuanto le he dicho acerca de ese espantoso fantasma que hemos visto ya en dos ocasiones. Por eso le he rogado que se venga a la guardia con nosotros, para que si esta noche vuelve el aparecido, pueda dar crédito a nuestros ojos, y le hable si quiere.

     HORACIO.- ¡Qué! No, no vendrá.

     BERNARDO.- Sentémonos un rato, y deja que asaltemos de nuevo tus oídos con el suceso que tanto repugnan oír y que en dos noches seguidas hemos ya presenciado nosotros.

     HORACIO.- Muy bien, sentémonos y oigamos lo que Bernardo nos cuente (5).

     BERNARDO.- La noche pasada, cuando esa misma estrella que está al occidente del polo había hecho ya su carrera, para iluminar aquel espacio del cielo donde ahora resplandece, Marcelo y yo, a tiempo que el reloj daba la una...

     MARCELO.- Chit. Calla, mírale (6) por donde viene otra vez (7).

     BERNARDO.- Con la misma figura que tenía el difunto Rey.

     MARCELO.- Horacio, tú que eres hombre de estudios, háblale.

     BERNARDO.- ¿No se parece todo al Rey? Mírale, Horacio.

     HORACIO.- Muy parecido es... Su vista me conturba con miedo y asombro.

     BERNARDO.- Querrá que le hablen.

     MARCELO.- Háblale, Horacio.

     HORACIO.- ¿Quién eres (8) tú, que así usurpas este tiempo a la noche, y esa presencia noble y guerrera que tuvo un día la majestad del Soberano Danés, que yace en el sepulcro? Habla, por el Cielo te lo pido.

     MARCELO.- Parece que está irritado (9).

     BERNARDO.- ¿Ves? Se va, como despreciándonos.

     HORACIO.- Detente, habla. Yo te lo mando. Habla.

     MARCELO.- Ya se fue. No quiere respondernos.

     BERNARDO.- ¿Qué tal, Horacio? Tú tiemblas y has perdido el color. ¿No es esto algo más que aprensión? ¿Qué te parece?

     HORACIO.- Por Dios que nunca lo hubiera creído, sin la sensible y cierta demostración de mis propios ojos.

     MARCELO.- ¿No es enteramente parecido al Rey?

     HORACIO.- Como tú a ti mismo. Y tal era el arnés de que iba ceñido cuando peleó con el ambicioso Rey de Noruega, y así le vi arrugar ceñudo la frente cuando en una altercación colérica hizo caer al de Polonia sobre el hielo, de un solo golpe... ¡Extraña aparición es ésta!

     MARCELO.- Pues de esa manera, y a esta misma hora de la noche, se ha paseado dos veces con ademán guerrero delante de nuestra guardia.

     HORACIO.- Yo no comprendo el fin particular con que esto sucede; pero en mi ruda manera de pensar, pronostica alguna extraordinaria mudanza a nuestra nación.

     MARCELO.- Ahora bien, sentémonos (10) y decidme, cualquiera de vosotros que lo sepa; ¿por qué fatigan todas las noches a los vasallos con estas guardias tan penosas y vigilantes? ¿Para qué es esta fundición de cañones de bronce y este acopio extranjero de máquinas de guerra? ¿A qué fin esa multitud de carpinteros de marina, precisados a un afán molesto, que no distingue el domingo de lo restante de la semana? ¿Qué causas puede haber para que sudando el trabajador apresurado junte las noches a los días? ¿Quién de vosotros podrá decírmelo?

     HORACIO.- Yo te lo diré, o a lo menos, los rumores que sobre esto corren. Nuestro (11) último Rey (cuya imagen acaba de aparecérsenos) fue provocado a combate, como ya sabéis, por Fortimbrás (12) de Noruega estimulado éste de la más orgullosa emulación. En aquel desafío, nuestro valeroso Hamlet (que tal renombre alcanzó en la parte del mundo que nos es conocida) mató a Fortimbrás, el cual por un contrato sellado y ratificado según el fuero de las armas, cedía al vencedor (dado caso que muriese en la pelea) todos aquellos países que estaban bajo su dominio. Nuestro Rey se obligó también a cederle una porción equivalente, que hubiera pasado a manos de Fortimbrás, como herencia suya, si hubiese vencido; así como, en virtud de aquel convenio y de los artículos estipulados, recayó todo en Hamlet. Ahora el joven Fortimbrás, de un carácter fogoso, falto de experiencia y lleno de presunción, ha ido recogiendo de aquí y de allí por las fronteras de Noruega, una turba de gente resuelta y perdida, a quien la necesidad de comer determina a intentar empresas que piden valor; y según claramente vemos, su fin no es otro que el de recobrar con violencia y a fuerza de armas los mencionados países que perdió su padre. Este es, en mi dictamen, el motivo principal de nuestras prevenciones, el de esta guardia que hacemos, y la verdadera causa de la agitación y movimiento en que toda la nación está.

     BERNARDO.- Si no es esa, yo no alcanzo cuál puede ser..., y en parte lo confirma la visión espantosa que se ha presentado armada en nuestro puesto, con la figura misma del Rey, que fue y es todavía el autor de estas guerras.

     HORACIO.- Es por cierto una mota que turba los ojos del entendimiento. En la época (13) más gloriosa y feliz de Roma, poco antes que el poderoso César cayese quedaron vacíos los sepulcros y los amortajados cadáveres vagaron por las calles de la ciudad, gimiendo en voz confusa; las estrellas resplandecieron con encendidas colas, cayó lluvia de sangre, se ocultó el sol entre celajes funestos y el húmedo planeta, cuya influencia gobierna el imperio de Neptuno, padeció eclipse como si el fin del mundo hubiese llegado. Hemos visto ya iguales anuncios de sucesos terribles, precursores que avisan los futuros destinos, el cielo y la tierra juntos los han manifestado a nuestro país y a nuestra gente... Pero. Silencio... ¿Veis?..., allí... Otra vez vuelve (14)... Aunque el terror me hiela, yo le quiero salir al encuentro. Detente, fantasma. Si puedes articular sonidos, si tienes voz háblame. Si allá donde estás puedes recibir algún beneficio para tu descanso y mi perdón, háblame. Si sabes los hados que amenazan a tu país, los cuales felizmente previstos puedan evitarse, ¡ay!, habla... O si acaso, durante tu vida, acumulaste en las entrañas de la tierra mal habidos tesoros, por lo que se dice que vosotros, infelices espíritus, después de la muerte vagáis inquietos; decláralo (15)... Detente y habla... Marcelo, detenle.

     MARCELO.- ¿Le daré con mi lanza?

     HORACIO.- Sí, hiérele, si no quiere detenerse.

     BERNARDO.- Aquí está.

     HORACIO.- Aquí.

     MARCELO.- Se ha ido. Nosotros le ofendemos, siendo él un Soberano, en hacer demostraciones de violencia. Bien que, según parece, es invulnerable como el aire, y nuestros esfuerzos vanos y cosa de burla.

     BERNARDO.- Él iba ya a hablar cuando el gallo cantó (16).

     HORACIO.- Es verdad, y al punto se estremeció como el delincuente apremiado con terrible precepto. Yo he oído decir que el gallo, trompeta de la mañana, hace despertar al Dios del día con la alta y aguda voz de su garganta sonora, y que a este anuncio, todo extraño espíritu errante por la tierra o el mar, el fuego o el aire, huye a su centro; y la fantasma que hemos visto acaba de confirmar la certeza de esta opinión (17).

     MARCELO.- En efecto, desapareció al cantar el gallo. Algunos dicen que cuando se acerca el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Redentor, este pájaro matutino canta toda la noche y que entonces ningún espíritu se atreve a salir de su morada, las noches son saludables, ningún planeta influye siniestramente, ningún maleficio produce efecto, ni las hechiceras tienen poder para sus encantos. ¡Tan sagrados son y tan felices aquellos días!

     HORACIO.- Yo también lo tengo entendido así y en parte lo creo. Pero ved como ya la mañana (18), cubierta con la rosada túnica, viene pisando el rocío de aquel alto monte oriental. Demos fin a la guardia, y soy de opinión que digamos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche, porque yo os prometo que este espíritu hablará con él, aunque ha sido para nosotros mudo. ¿No os parece que dé esta noticia, indispensable en nuestro celo y tan propia de nuestra obligación?

     MARCELO.- Sí, sí, hagámoslo. Yo sé en donde le hallaremos esta mañana, con más seguridad.

 

........................................................................................................................................................................................................................................

 

CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO, LAERTES, Damas, Caballeros y acompañamiento.


     CLAUDIO.- Y tú, Laertes, ¿qué solicitas? Me has hablado de una pretensión, ¿no me dirás cuál sea? En cualquiera cosa justa que pidas al Rey de Dinamarca, no será vano el ruego. ¿Ni qué podrás pedirme que no sea más ofrecimiento mío, que demanda tuya? No es más adicto a la cabeza el corazón ni más pronta la mano en servir a la boca, que lo es el trono de Dinamarca para con tu padre. En fin, ¿qué pretendes?

     LAERTES.- Respetable Soberano, solicito la gracia de vuestro permiso para volver a Francia. De allí he venido voluntariamente a Dinamarca a manifestaros mi leal afecto, con motivo de vuestra coronación; pero ya cumplida esta deuda, fuerza es confesaros que mis ideas y mi inclinación me llaman de nuevo a aquel país, y espero de vuestra mucha bondad esta licencia.

     CLAUDIO.- ¿Has obtenido ya la de tu padre? ¿Qué dices Polonio?

     POLONIO.- A fuerza de importunaciones ha logrado arrancar mi tardío consentimiento. Al verle tan inclinado, firmé últimamente la licencia de que se vaya, aunque a pesar mío; y os ruego, señor, que se la concedáis.

     CLAUDIO.- Elige el tiempo que te parezca más oportuno para salir, y haz cuanto gustes y sea más conducente a tu felicidad. Y tú, Hamlet, ¡mi deudo, mi hijo!

     HAMLET.- Algo más que deudo, y menos que amigo.

     CLAUDIO.- ¿Qué sombras de tristeza te cubren siempre?

     HAMLET.- Al contrario, señor, estoy demasiado a la luz.

     GERTRUDIS.- Mi buen Hamlet, no así tu semblante manifieste aflicción; véase en él que eres amigo de Dinamarca; ni siempre con abatidos párpados busques entre el polvo a tu generoso padre. Tú lo sabes, común es a todos, el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad.

     HAMLET.- Sí señora, a todos es común.

     GERTRUDIS.- Pues si lo es, ¿por qué aparentas tan particular sentimiento?

     HAMLET.- ¿Aparentar? No señora, yo no sé aparentar. Ni el color negro de este manto, ni el traje acostumbrado en solemnes lutos, ni los interrumpidos sollozos, ni en los ojos un abundante río, ni la dolorida expresión del semblante, junto con las fórmulas, los ademanes, las exterioridades de sentimiento; bastarán por sí solos, mi querida madre, a manifestar el verdadero afecto que me ocupa el ánimo. Estos signos aparentan, es verdad; pero son acciones que un hombre puede fingir... Aquí, aquí (22) dentro tengo lo que es más que apariencia, lo restante no es otra cosa que atavíos y adornos del dolor.

     CLAUDIO.- Bueno y laudable es que tu corazón pague a un padre esa lúgubre deuda, Hamlet; pero, no debes ignorarlo, tu padre perdió un padre también y aquel perdió el suyo. El que sobrevive, limita la filial obligación de su obsequiosa tristeza a un cierto término; pero continuar en interminable desconsuelo, es una conducta de obstinación impía. Ni es natural en el hombre tan permanente afecto; que anuncia una voluntad rebelde a los decretos de la Providencia, un corazón débil, un alma indócil, un talento limitado y falto de luces. ¿Será bien que el corazón padezca, queriendo neciamente resistir a lo que es y debe ser inevitable, a lo que es tan común como cualquiera de las cosas que más a menudo hieren nuestros sentidos? Este es un delito contra el Cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es hacer una injuria absurda a la razón, que nos da en la muerte de nuestros padres la más frecuente de sus lecciones, y que nos está diciendo, desde el primero de los hombres hasta el último que hoy expira: Mortales, ved aquí vuestra irrevocable suerte. Modera, pues, yo te lo ruego, esa inútil tristeza, considera que tienes un padre en mi puesto, que debe ser notorio al mundo que tú eres la persona más inmediata a mi trono y que te amo con el afecto más puro que puede tener a su hijo un padre. Tu resolución de volver a los estudios de Witemberga es la más opuesta a nuestro deseo, y antes bien te pedimos que desistas de ella; permaneciendo aquí, estimado y querido a vista nuestra, como el primero de mis Cortesanos, mi pariente y mi hijo.

     GERTRUDIS.- Yo te ruego Hamlet, que no vayas a Witemberg; quédate con nosotros. No sean vanas las súplicas de tu madre.

     HAMLET.- Obedeceros en todo será siempre mi primer conato.

     CLAUDIO.- Por esa afectuosa y plausible respuesta quiero que seas otro yo en el imperio danés. Venid, señora. La sincera y fiel condescendencia de Hamlet ha llenado de alegría mi corazón. En aplauso de este acontecimiento, no celebrará hoy Dinamarca festivos brindis sin que lo anuncie a las nubes el cañón robusto, y el cielo retumbe muchas veces a las aclamaciones del Rey repitiendo el trueno de la tierra. Venid.

 

HAMLET solo


     HAMLET.- ¡Oh! ¡Si esta demasiado sólida masa de carne pudiera ablandarse y liquidarse, disuelta en lluvia de lágrimas! ¡O el Todopoderoso no asestara el cañón
contra el homicida de sí mismo! ¡Oh! ¡Dios! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuán fatigado ya de todo, juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero de él, es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amargos. ¡Que esto haya llegado a suceder a los dos meses que él ha muerto! No, ni tanto, aún no ha dos meses. Aquel excelente Rey, que fue comparado con este, como con un Sátiro, Hiperión; tan amante de mi madre, que ni a los aires celestes permitía llegar atrevidos a su rostro. ¡Oh! ¡Cielo y tierra! ¿Para qué conservo la memoria? Ella, que se le mostraba tan amorosa como si en la posesión hubieran crecido sus deseos. Y no obstante, en un mes... ¡Ah! no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad! ¡Tú tienes nombre de mujer! En el corto espacio de un mes y aún antes de romper los zapatos con que, semejante a Niobe, bañada en lágrimas, acompañó el cuerpo de mi triste padre... Sí, ella, ella misma. ¡Cielos! Una fiera, incapaz de razón y discurso, hubiera mostrado aflicción más durable. Se ha casado, en fin, con mi tío, hermano de mi padre; pero no más parecido a él que yo lo soy a Hércules. En un mes... enrojecidos aún los ojos con el pérfido llanto, se casó. ¡Ah! ¡Delincuente precipitación! ¡Ir a ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso! Ni esto es bueno, ni puede producir bien. Pero, hazte pedazos corazón mío, que mi lengua debe reprimirse.

 

HAMLET, HORACIO, BERNARDO y MARCELO



 

     HORACIO.- Buenos días, señor.

     HAMLET.- Me alegro de verte bueno... ¿Es Horacio? O me he olvidado de mí propio.

     HORACIO.- El mismo soy, y siempre vuestro humilde criado.

     HAMLET.- Mi buen amigo, yo quiero trocar contigo ese título que te das. ¿A qué has venido de Witemberg? ¡Ah! ¡Marcelo!

     MARCELO.- Señor.

     HAMLET.- Mucho me alegro de verte con salud también. Pero, la verdad, ¿a qué has venido de Witemberg?

     HORACIO.- Señor..., deseos de holgarme.

     HAMLET.- No quisiera oír de boca de tu enemigo otro tanto, ni podrás forzar mis oídos a que admitan una disculpa que te ofende. Yo sé que no eres desaplicado. Pero, dime, ¿qué asuntos tienes en Elsinor? Aquí te enseñaremos a ser gran bebedor antes que te vuelvas.

     HORACIO.- He venido a ver los funerales de vuestro padre.

     HAMLET.- No se burle de mí, por Dios, señor condiscípulo. Yo creo que habrás venido a las bodas de mi madre.

     HORACIO.- Es verdad, como se han celebrado inmediatamente.

     HAMLET.- Economía, Horacio, economía. Aún no se habían enfriado los manjares cocidos para el convite del duelo, cuando se sirvieron en las mesas de la boda... ¡Oh! yo quisiera haberme hallado en el cielo con mi mayor enemigo, antes que haber visto aquel día. ¡Mi padre!... Me parece que veo a mi padre.

     HORACIO.- ¿En dónde, señor?

     HAMLET.- Con los ojos del alma, Horacio.

     HORACIO.- Alguna vez le vi. Era un buen Rey.

     HAMLET.- Era un hombre tan cabal en todo que no espero hallar otro semejante.

     HORACIO.- Señor, yo creo que le vi anoche.

     HAMLET.- ¿Le viste? ¿A quién?

     HORACIO.- Al Rey vuestro padre.

     HAMLET.- ¿Al Rey mi padre?

     HORACIO.- Prestadme oído atento, suspendiendo un rato vuestra admiración, mientras os refiero este caso maravilloso apoyado con el testimonio de estos caballeros.

     HAMLET.- Sí, por Dios, dímelo.

     HORACIO.- Estos dos señores, Marcelo y Bernardo, le habían visto dos veces hallándose de guardia, como a la mitad de la profunda noche. Una figura, semejante a vuestro padre, armada según él solía de pies a cabeza, se les puso delante, caminando grave, tardo y majestuoso por donde ellos estaban. Tres veces pasó de esta manera ante sus ojos, que oprimía el pavor, acercándose hasta donde ellos podían alcanzar con sus lanzas; pero débiles y casi helados con el miedo, permanecieron mudos sin osar hablarle. Diéronme parte de este secreto horrible; voyme a la guardia con ellos la tercera noche, y allí encontré ser cierto cuanto me habían dicho, así en la hora, como en la forma y circunstancias de aquella aparición. La Sombra volvió en efecto. Yo conocí a vuestro padre, y es tan parecido a él, como lo son entre sí estas dos manos mías.

     HAMLET.- ¿Y en dónde fue eso?

     MARCELO.- En la muralla de palacio, donde estábamos de centinela.

     HAMLET.- ¿Y no le hablasteis?

     HORACIO.- Sí señor, yo le hablé; pero no me dio respuesta alguna. No obstante, una vez me parece que alzó la cabeza haciendo con ella un movimiento, como si fuese a hablarme; pero al mismo tiempo se oyó la aguda voz del gallo matutino y al sonido huyó con presta fuga, desapareciendo de nuestra vista.

     HAMLET.- ¡Es cosa bien admirable!

     HORACIO.- Y tan cierta como mi propia existencia. Nosotros hemos creído que era obligación nuestra avisaros de ello, mi venerado Príncipe.

     HAMLET.- Sí, amigos, sí... pero esto me llena de turbación. ¿Estáis de centinela esta noche?

     TODOS.- Sí, señor.

     HAMLET.- ¿Decís que iba armado?

     TODOS.- Sí, señor, armado.

     HAMLET.- ¿De la frente al pie?

     TODOS.- Sí, señor, de pies a cabeza.

     HAMLET.- Luego no le visteis el rostro.

     HORACIO.- Le vimos, porque traía la visera alzada.

     HAMLET.- ¿Y qué? ¿Parecía que estaba irritado?

     HORACIO.- Más anunciaba su semblante el dolor que la ira.

     HAMLET.- ¿Pálido o encendido?

     HORACIO.- No, muy pálido.

     HAMLET.- ¿Y fijaba la vista en vosotros?

     HORACIO.- Constantemente.

     HAMLET.- Yo hubiera querido hallarme allí.

     HORACIO.- Mucho pavor os hubiera causado.

     HAMLET.- Sí, es verdad, sí... ¿Y permaneció mucho tiempo?

     HORACIO.- El que puede emplearse en contar desde uno hasta ciento, con moderada diligencia.

     MARCELO.- Más, más estuvo.

     HORACIO.- Cuando yo le vi, no.

     HAMLET.- La barba blanca, ¿eh?

     HORACIO.- Sí, señor, como yo se la había visto cuando vivía; de un color ceniciento.

     HAMLET.- Quiero ir esta noche con vosotros al puesto, por si acaso vuelve.

     HORACIO.- ¡Oh! Sí volverá, yo os lo aseguro.

     HAMLET.- Si él se me presenta en la figura de mi noble padre yo le hablaré aunque el infierno mismo abriendo sus entrañas me impusiera silencio. Yo os pido a todos que así como hasta ahora habéis callado a los demás, lo que visteis, de hoy en adelante lo ocultéis con el mayor sigilo; y sea cual fuere el suceso de esta noche, fiadlo al pensamiento, pero no a la lengua; y yo sabré remunerar vuestro celo. Dios os guarde, amigos. Entre once y doce iré a buscaros a la muralla.

     TODOS.- Nuestra obligación es serviros.

     HAMLET.- Sí, conservadme vuestro amor y estad seguros del mío. Adiós. El espíritu de mi padre... Con armas... No es esto bueno. Recelo alguna maldad. ¡Oh! ¡Si la noche hubiese ya llegado! Esperémosla tranquilamente, alma mía. Las malas acciones, aunque toda la tierra las oculte, se descubren al fin a la vista humana.

 

LAERTES, OFELIA

Sala de la casa de Polonio.

     LAERTES.- Ya tengo todo mi equipaje a bordo. Adiós hermana, y cuando los vientos sean favorables y seguro el paso del mar, no te descuides en darme nuevas de ti.

     OFELIA.- ¿Puedes dudarlo?

     LAERTES.- Por lo que hace al frívolo obsequio de Hamlet, debes considerarle como una mera cortesanía, un hervor de la sangre, una violeta que en la primavera juvenil de la naturaleza se adelanta a vivir y no permanece hermosa, no durable: perfume de un momento y nada más.

     OFELIA.- Nada más.

     LAERTES.- Pienso que no, porque no sólo en nuestra juventud se aumentan las fuerzas y tamaño del cuerpo, sino que las facultades interiores del talento y del alma crecen también con el templo en que ella reside. Puede ser que él te ame ahora con sinceridad, sin que manche borrón alguno la pureza de su intención; pero debes temer, al considerar su grandeza, que no tiene voluntad propia y que vive sujeto a obrar según a su nacimiento corresponde. Él no puede como una persona vulgar, elegir por sí mismo; puesto que de su elección depende la salud y prosperidad de todo un Reino y ve aquí por qué esta elección debe arreglarse a la condescendencia unánime de aquel cuerpo de quien es cabeza. Así, pues, cuando él diga que te ama, será prudencia en ti no darle crédito; reflexionando que en el alto lugar que ocupa nada puede cumplir de lo que promete, sino aquello que obtenga el consentimiento de la parte más principal de Dinamarca. Considera cuál pérdida padecería tu honor, si con demasiada credulidad dieras oídos a su voz lisonjera, perdiendo la libertad del corazón o facilitando a sus instancias impetuosas el tesoro de tu honestidad. Teme, Ofelia, teme querida hermana, no sigas inconsiderada tu inclinación; huye del peligro colocándote fuera del tiro de los amorosos deseos. La doncella más honesta, es libre en exceso, si descubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los golpes de la calumnia. Muchas veces el insecto roe las flores hijas del verano, aun antes que su botón se rompa, y al tiempo que la aurora matutina de la juventud esparce su blando rocío, los vientos mortíferos son más frecuentes. Conviene, pues, no omitir precaución alguna, pues la mayor seguridad estriba en el temor prudente. La juventud, aun cuando nadie la combate, halla en sí misma su propio enemigo.

     OFELIA.- Yo conservaré para defensa de mi corazón tus saludables máximas. Pero, mi buen hermano, mira no hagas tú lo que algunos rígidos Pastores hacen mostrando áspero y espinoso el camino del Cielo, mientras como impíos y abandonados disolutos pisan ellos la senda florida de los placeres; sin cuidarse de practicar su propia doctrina.

     LAERTES.- ¡Oh! No lo receles. Yo me detengo demasiado; pero allí viene mi padre, pues la ocasión es favorable me despediré de él otra vez. Su bendición repetida será un nuevo consuelo para mí.

entra Polonio

     POLONIO.- ¿Aún estás aquí? ¡Qué mala vergüenza! A bordo, a bordo, el viento impele ya por la popa tus velas, y a ti sólo aguardan. Recibe mi bendición y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No publiques con facilidad lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser afable, pero no vulgar en el trato. Une a tu alma con vínculos de acero aquellos amigos que adoptaste después de examinada su conducta; pero no acaricies con mano pródiga a los que acaban de salir del cascarón y aún están sin plumas. Huye siempre de mezclarte en disputas; pero una vez metido en ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta el oído a todos y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás; pero reserva tu propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan; pero no afectado en su hechura, rico, no extravagante, porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros y principales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado a nadie, porque el que presta suele perder a un tiempo el dinero y el amigo, y el que se acostumbra a pedir prestado falta al espíritu de economía y buen orden, que nos es tan útil. Pero, sobre todo, usa de ingenuidad contigo mismo, y no podrás ser falso con los demás, consecuencia tan necesaria como que la noche suceda al día. Adiós y Él permita que mi bendición haga fructificar en ti estos consejos.

     LAERTES.- Humildemente os pido vuestra licencia.

     POLONIO.- Sí, el tiempo te está convidando y tus criados esperan; vete.

     LAERTES.- Adiós, Ofelia, y acuérdate bien de lo que te he dicho.

     OFELIA.- En mi memoria queda guardado y tú mismo tendrás la llave.

     LAERTES.- Adiós.

 

 

Acto III

Escena I

CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, OFELIA, RICARDO, GUILLERMO

Galería de Palacio.
 

     CLAUDIO.- ¿Y no os fue posible indagar en la conversación que con él tuvisteis, de qué nace aquel desorden de espíritu que tan cruelmente altera su quietud, con turbulenta y peligrosa demencia?

     RICARDO.- Él mismo reconoce los extravíos de su razón; pero no ha querido manifestarnos el origen de ellos.

     GUILLERMO.- Ni le hallamos en disposición de ser examinado, porque siempre huye de la cuestión, con un rasgo de locura, cuando ve que le conducimos al punto de descubrir la verdad.

     GERTRUDIS.- ¿Fuisteis bien recibidos de él?

     RICARDO.- Con mucha cortesía.

     GUILLERMO.- Pero se le conocía una cierta sujeción.

     RICARDO.- Preguntó poco; pero respondía a todo con prontitud.

     GERTRUDIS.- ¿Le habéis convidado para alguna diversión?

     RICARDO.- Sí señora, porque casualmente habíamos encontrado una compañía de cómicos en el camino; se lo dijimos, y mostró complacencia al oírlo. Están ya en la corte, y creo que tienen orden de representarle esta noche una pieza.

     POLONIO.- Así es la verdad, y me ha encargado de suplicar a Vuestras Majestades que asistan a verla y oírla.

     CLAUDIO.- Con mucho gusto; me complace en extremo saber que tiene tal inclinación. Vosotros, señores, excitadle a ella, y aplaudid su propensión a este género de placeres.

     RICARDO.- Así lo haremos.

..............................................................................................................................................................................................................................................................

Acto III

Escena I

Galería de Palacio.


     CLAUDIO.- ¿Y no os fue posible indagar en la conversación que con él tuvisteis, de qué nace aquel desorden de espíritu que tan cruelmente altera su quietud, con turbulenta y peligrosa demencia?

     RICARDO.- Él mismo reconoce los extravíos de su razón; pero no ha querido manifestarnos el origen de ellos.

     GUILLERMO.- Ni le hallamos en disposición de ser examinado, porque siempre huye de la cuestión, con un rasgo de locura, cuando ve que le conducimos al punto de descubrir la verdad.

     GERTRUDIS.- ¿Fuisteis bien recibidos de él?

     RICARDO.- Con mucha cortesía.

     GUILLERMO.- Pero se le conocía una cierta sujeción.

     RICARDO.- Preguntó poco; pero respondía a todo con prontitud.

     GERTRUDIS.- ¿Le habéis convidado para alguna diversión?

     RICARDO.- Sí señora, porque casualmente habíamos encontrado una compañía de cómicos en el camino; se lo dijimos, y mostró complacencia al oírlo. Están ya en la corte, y creo que tienen orden de representarle esta noche una pieza.

     POLONIO.- Así es la verdad, y me ha encargado de suplicar a Vuestras Majestades que asistan a verla y oírla.

     CLAUDIO.- Con mucho gusto; me complace en extremo saber que tiene tal inclinación. Vosotros, señores, excitadle a ella, y aplaudid su propensión a este género de placeres.

     RICARDO.- Así lo haremos.

     CLAUDIO.- Tú, mi amada Gertrudis, deberás también retirarte, porque hemos dispuesto que Hamlet al venir aquí, como si fuera casualidad, encuentre a Ofelia. Su padre y yo, testigos los más aptos para el fin, nos colocaremos donde veamos sin ser vistos. Así podremos juzgar de lo que entre ambos pase, y en las acciones y palabras del Príncipe conoceremos si es pasión de amor el mal de que adolece.

     GERTRUDIS.- Voy a obedeceros, y por mi parte, Ofelia, ¡oh, cuánto desearía que tu rara hermosura fuese el dichoso origen de la demencia de Hamlet! Entonces yo debería esperar que tus prendas amables pudieran para vuestra mutua felicidad restituirle su salud perdida.

     OFELIA.- Yo, señora, también quisiera que fuese así.

     POLONIO.- Paséate por aquí, Ofelia. Si Vuestra Majestad gusta, podemos ya ocultarnos. Haz que lees en este libro; esta ocupación disculpará la soledad del sitio... ¡Materia es, por cierto, en que tenemos mucho de que acusarnos! ¡Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo!

     CLAUDIO.- Demasiado cierto es... ¡Qué cruelmente ha herido esa reflexión mi conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseada con el arte, no es más feo despojado de los afeites, que lo es mi delito disimulado en palabras traidoras. ¡Oh! ¡Qué pesada carga me oprime!

     POLONIO.- Ya le siento llegar; señor, conviene retirarnos.

 

 

Escena III

CLAUDIO, POLONIO, OFELIA

     POLONIO.- Paséate por aquí, Ofelia. Si Vuestra Majestad gusta, podemos ya ocultarnos. Haz que lees en este libro; esta ocupación disculpará la soledad del sitio... ¡Materia es, por cierto, en que tenemos mucho de que acusarnos! ¡Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo!

     CLAUDIO.- Demasiado cierto es... ¡Qué cruelmente ha herido esa reflexión mi conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseada con el arte, no es más feo despojado de los afeites, que lo es mi delito disimulado en palabras traidoras. ¡Oh! ¡Qué pesada carga me oprime!

     POLONIO.- Ya le siento llegar; señor, conviene retirarnos.
 

HAMLET, OFELIA

     HAMLET.- Ser o no ser, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

     OFELIA.- ¿Cómo os habéis sentido, señor, en todos estos días?

     HAMLET.- Muchas gracias. Bien.

     OFELIA.- Conservo en mi poder algunas expresiones vuestras, que deseo restituiros mucho tiempo ha, y os pido que ahora las toméis.

     HAMLET.- No, yo nunca te dí nada.

     OFELIA.- Bien sabéis, señor, que os digo verdad. Y con ellas me disteis palabras, de tan suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su valor, pero ya disipado aquel perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los más opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de quien los dio. Vedlos aquí (100).

     HAMLET.- ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?

     OFELIA.- Señor...

     HAMLET.- ¿Eres hermosa?

     OFELIA.- ¿Qué pretendéis decir con eso?

     HAMLET.- Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza.

     OFELIA.- ¿Puede, acaso, tener la hermosura mejor compañera que la honestidad?

     HAMLET.- Sin duda ninguna. El poder de la hermosura convertirá a la honestidad en una alcahueta, antes que la honestidad logre dar a la hermosura su semejanza. En otro tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te quería antes, Ofelia.

     OFELIA.- Así me lo dabais a entender.

     HAMLET.- Y tú no debieras haberme creído, porque nunca puede la virtud ingerirse tan perfectamente en nuestro endurecido tronco, que nos quite aquel resquemor original... Yo no te he querido nunca.

     OFELIA.- Muy engañada estuve.

     HAMLET.- Mira, vete a un convento, ¿para qué te has de exponer a ser madre de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo acusarme, sería mejor que mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio, vengativo, ambicioso; con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para darles forma, ni tiempo para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados; no creas a ninguno de nosotros, vete, vete a un convento... ¿En dónde está tu padre?

     OFELIA.- En casa está, señor.

     HAMLET.- Sí, pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras, las haga dentro de su casa. Adiós.

     OFELIA.- ¡Oh! ¡Mi buen Dios! Favorecedle.

     HAMLET.- Si te casas quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve; no podrás librarte de la calumnia. Vete a un convento. Adiós. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, cásate con un tonto, porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al convento y pronto. Adiós.

     OFELIA.- ¡El Cielo, con su poder, le alivie!

     HAMLET.- He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta materia, que me ha hecho perder la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así; los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.

OFELIA sola

     OFELIA.- ¡Oh! ¡Qué trastorno ha padecido esa alma generosa! La penetración del cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza, que estudian los más advertidos: todo, todo se ha aniquilado. Y yo, la más desconsolada e infeliz de las mujeres, que gusté algún día la miel de sus promesas suaves, veo ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado, como la campana sonora que se hiende. Aquella incomparable presencia, aquel semblante de florida juventud alterado con el frenesí. ¡Oh! ¡Cuánta, cuánta es mi desdicha, de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!